El retorno de migrantes vulnerables podría profundizar las crisis económicas y sociales en la región.
Estados Unidos.- En el aeropuerto de San Pedro Sula, decenas de migrantes deportados enfrentan un regreso marcado por la incertidumbre. Norma, una madre hondureña de 69 años, volvió al país tras ser rechazada su solicitud de asilo en Estados Unidos. Huyó con su hija y nieta debido a amenazas de muerte, gastando todos sus ahorros en un intento desesperado por encontrar seguridad. Ahora, teme por su vida, atrapada en un ciclo de violencia y precariedad que afecta a muchos deportados. “Estamos orando por la protección de Dios, porque no esperamos nada del gobierno”, lamenta, reflejando la angustia generalizada ante la posibilidad de más deportaciones masivas bajo la nueva administración de Donald Trump.
Honduras, Guatemala y El Salvador, los países del llamado Triángulo Norte, anticipan ser los más afectados por estas políticas. Según expertos, la administración Trump podría priorizar la deportación de los migrantes más vulnerables, incluidos aquellos sin antecedentes penales, para aumentar rápidamente las cifras de expulsión. Sin embargo, las naciones receptoras enfrentan limitaciones severas para integrar a los retornados. Antonio García, viceministro de Relaciones Exteriores de Honduras, admite: “No tenemos la capacidad. Aquí hay muy poco para los deportados”. Estas personas se ven obligadas a sobrevivir en un contexto de violencia y pobreza, aumentando el riesgo de un nuevo flujo migratorio hacia el norte.
Desde 2015, Honduras ha recibido medio millón de deportados, muchos de los cuales llegan con deudas aplastantes y pocas oportunidades de trabajo. Aunque el gobierno ofrece servicios básicos iniciales, la mayoría queda a la deriva en un país controlado por pandillas. Algunos, como Norma, no pueden regresar a sus hogares debido al peligro constante. A pesar de las dificultades, hasta un 40% de los deportados intenta regresar a Estados Unidos, impulsados por la desesperación y la falta de alternativas.
El caso de Larissa Martínez, deportada en 2021 con sus tres hijos, ilustra esta realidad. Desde su retorno, ha luchado sin éxito por encontrar un empleo que le permita mantener a su familia y pagar las deudas del viaje. Vive en una precaria vivienda en las afueras de San Pedro Sula, donde apenas logra subsistir vendiendo alimentos. Ante la falta de opciones, Larissa planea intentarlo de nuevo: “Si no encuentro trabajo en diciembre, me iré en enero”. Este círculo vicioso de migración forzada refleja una crisis humanitaria inminente que Centroamérica está mal preparada para enfrentar.