Mis comentarios podrán ser infantiles, pero parten de recuerdos a los que mi memoria da el carácter de “verdaderos”.
Descargo así mi conciencia para citar el acontecimiento que me alejó de la religión y luego, ya liberado, tratar de compartir aquí una carga tan pesada que ningún artículo periodístico, salmo gubernamental o “post” de red social puede quitarme: el conocimiento de la desigualdad de mis iguales.
¿Conocí algún secreto del Vaticano?, ¿consideré que el diablo es un petardo comparado con quienes hoy mantienen en el mundo las guerras y en México la delincuencia?, ¿reproché a la Máxima Autoridad un milagro no concedido?
Voy a decepcionarlo, lector, pero me siento obligado a transcribir el dictado de mis registros mentales. Todo partió de la pregunta que de niño hice a mis abuelos acerca de la reproducción de los conejos, la que provocó una respuesta urgente y no razonada.
“Tienen conejitos cuando se casan”, fue la contestación que dio pie a las dudas que acabaron con mi convicción para asistir a la iglesia todos los domingos, escudriñar en mi interior de infante para localizar pecados a confesar e imaginar quedespués de comulgar levitaba.
La búsqueda de la razón acabó temprano con mi esperanza de ser feliz al permitir que la realidad me encontrara, sin importar el lugar en el que me escondiera.
Empero, una cosa es admitir la tiranía del raciocinio y otra negar de dónde proviene el ser avasallado por la patología que causa la incontinencia de pensamientos y hurta las creencias que hacen soportable la vida.
Soy nieto de abuela católica a ultranza, hijo de madre educadora en la fe apostólica y romana y sobrino de un sacerdote que tuvo exequias en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Aunque de cada uno de ellos tengo una parte, no profeso ni el catolicismo ni ninguna otra religión. Respeto toda fe, pero me reservo el derecho de ser ateo hasta un instante antes de expirar.
Tan fútiles evocaciones pretenden desechar cualquier sospecha sobre intenciones evangelizadoras en este desfile de letras, que al ser incapaces de marchar en orden me conducen de nuevo hacia la infancia en la cual me sumí en la introspección de la que emergí concluyendo que los conejos no celebran enlaces matrimoniales y, pese a ello, se reproducen.
Igual que en ese lejano ayer, me hundo hoy en la noticia que afirma que hay personas que compran tenis con valor superior a un millón de dólares, en un mundo donde existen semejantes que buscan comida en la basura, mueren por falta de dinero para tener acceso a servicios de salud que les presten atención oportuna o surtan medicamentos, o piden prestado el calor de un perro para atenuar el frío.
Pienso entonces si es posible renunciar a mi naturaleza humana para adquirir la de un absurdamente despreciado nematodo o aspirar a la grandeza del servicio ecosistémico de un murciélago. Luego escucho a Black Sabbath, releo a Camilo José Cela y evoco películas de Ismael Rodríguez, Emilio “El Indio” Fernández, Ingmar Bergman y Luis Buñuel que me hacen no sólo reconsiderar la abdicación de mi especie, sino hasta admitir que de existir un dios en ellos pudo encarnar.
Aun sin autoridad moral y sin conocer ni de vista un millón de dólares, emerjo del nuevo cuestionamiento provocado por los tenis de altísimo valor monetario, con la certeza de que la soberbia propia e indiferencia ante el dolor ajeno son las mayoresfaltas que pueden cometer los humanos, sin importar que sean custodiados por la fe o estén expuestos a la razón.
La información sobre ese exceso provoca que los axones de mis neuronas se conviertan en taladros que horadan los restos de mi mente, para conectarse con mi presunta conciencia y cuestionarla sobre la desigualdad social, que en muchos casosno tiene más causa que la diferencia de las cunas en las que se crece.
Paradójicamente, dado que supongo no soy alérgico ni a la inteligencia ni sensibilidad, desemboco en la frase atribuida a San Agustín que dice:
“Si precisas una mano, recuerda que yo tengo dos”, expresión que hace presenteel deber ser del hombre para apoyar al prójimo desvalido, convencido de que los gusanos degustarán lo mismo al desamparado que a quien siendo en esencia igual vivió en el exceso.
…Y todo por indagar sobre la vida privada de los conejos.